lunes, 23 de enero de 2012

Beethoven



Ahora me da pereza buscar las fotos, así que pongo una de internet.

BEETHOVEN, en el Cementerio Central de Viena, grupo 32 A, n.º 29. Está acompañado por Brahms y Schubert, así que solo hay que seguir a los turistas.

Los austriacos son muy limpios, ordenados y ornamentales, así que siempre hay flores municipales y privadas.

No hablaré de su vida (sus ideales, sus éxitos y fracasos, su sordera), muy conocida, sino de su final. Envejeció prematuramente, los vieneses evitaban cruzárselo por las calles, desatendió la limpieza de su casa y de su persona, alguna vez fue arrestado porque lo confundieron con un mendigo... Pero estas miserias encubrían una creatividad impresionante: cuando muchos pensaban que, además de sordo, estaba loco, escribió la Misa solemne, y escribió la Novena Sinfonía.

Finales de 1826: neumonía, edema abdominal. Visitas de admiradores. Regalos llegados de toda Europa.

26 de marzo de 1827: murió como un romántico, durante una noche de tormenta.

29 de marzo. Su entierro es el mayor acontecimiento en Viena desde la caída de Napoleón. Se clausuran las escuelas, se suspenden las representaciones teatrales, 36 personas portan antorchas (entre ellas, Schubert), 20.000 personas acompañan el cortejo. Las crónicas no lo dicen, pero hay que imaginar los campanarios tocando a muertos.

1890. El cementerio original fue demolido. Como signo de respeto, las tumbas de Beethoven y Schubert son transferidas al Central de Viena, donde comparten césped verde, bastante sol, muchas flores de colores vivos e incesantes visitas.

Anselm Hüttenbrenner relató sus últimos minutos:

Permaneció tumbado, sin conocimiento, desde las 3 de la tarde hasta las 5 pasadas. De repente hubo un relámpago, acompañado de un violento trueno, y la habitación del moribundo quedó iluminada por una luz cegadora. Tras ese repentino fenómeno, Beethoven abrió los ojos, levantó la mano derecha, con el puño cerrado, y una expresión amenazadora, como si tratara de decir: «¡Potencias hostiles, os desafío!, ¡Marchaos! ¡Dios está conmigo!» o como si estuviera dispuesto a gritar, cual un jefe valeroso a sus tropas «¡Valor, soldados! ¡Confianza! ¡La victoria es nuestra!». Cuando dejó caer de nuevo la mano sobre la cama, los ojos estaban ya cerrados. Yo le sostenía la cabeza con mi mano derecha, mientras mi izquierda reposaba sobre su pecho. Ya no pude sentir el hálito de su respiración; el corazón había dejado de latir.

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