lunes, 23 de enero de 2012

Jacques Brel



JACQUES BREL, cementerio de Atuona, Polinesia francesa.

Es improbable que algún día la visite, aunque nunca se sabe: en un cuento de Cortázar, un hombre de negocios avista todas las semanas desde el avión una islita minúscula en el océano. Sueña con ella, la imagina plácida y agradable, toca en sueños sus arenas, la anhela como un oasis que podría liberarlo de su vida ajetreada. Un día se decide: lo deja todo y llega a la isla. Entonces ve en el cielo el avión que debería haber tomado. Hay humo. El avión cae al agua. No hay supervivientes.

Jacques Brel, el gran cantautor, era belga, no francés. Aunque la orquestación de sus canciones ha envejecido peor que la guitarra de Brassens, nos ha dejado himnos sardónicos y piezas románticas que han sido la banda sonora de muchos amantes. El mejor ejemplo: Ne me quitte pas.

Su final es admirable.

1973. Hace años que decidió no volver a cantar. Ahora, decide que lo dejará todo. Se instala en la Polinesia francesa, se compra un velero, trampea las horas pescando, ayuda a los lugareños transportándolos en el avión-taxi que él pilota.

1977. Un cáncer de pulmón lo obliga a volver. Podría decirse que regresó a París para morir. Sucedió en 1978.

Sus despojos fueron devueltos a la Polinesia, donde reposa muy cerca de Gauguin. Es (qué duda cabe) el veraneante eterno, el que se pasa la muerte de vacaciones, como quería Brassens. Es, además, el protagonista del cuento de Cortázar, que nos observa sin envidia desde su paraíso.

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