lunes, 23 de enero de 2012

Maurice Ravel



MAURICE RAVEL, cementerio de Levallois-Perret, cerca de París. Bien merece una misa (y un viaje).

Compositor impresionista. Principales obras: Pavana para una infanta difunta, Bolero, Mi madre la oca, Valses nobles y sentimentales, conciertos para piano.

Qué decir de este orfebre de la orquestación, de este creador de ambientes y misterios. Charles Munch, tal vez el director de orquesta que mejor lo comprendió, está enterrado a pocos quilómetros de aquí.

Su baja estatura lo tenía acomplejado, pero ello no le impidió vestir y ejercer de dandy, con su pajarita y sus camisas color pastel. Pocos llegaron a conocerlo bien, como si el misterio de su música emanara del misterio de su persona: no tuvo hijos, no se casó, tuvo muchos conocidos pero poquísimos amigos, vivió casi siempre con su madre o solo, su ama de llaves fue su mujer más fiel.

1933. Empieza la decadencia y la tragedia. Ravel sufre problemas neuronales, que acarrean problemas de motricidad y lenguaje. Es, como he dicho, la mayor tragedia que puede sufrir un artista: la mente de Ravel sigue siendo lúcida, sigue componiendo y orquestando para sí mismo, pero es incapaz de tocar un instrumento e incapaz de rellenar un pentagrama. Durante sus último cinco años, compuso una música secreta, solo para él, que no pudo mostrar a nadie. Quién sabe cuántos movimientos lentos como el de su concierto en sol no llegaría a alumbrar; quién sabe cuántas obras maestras no se perdieron para siempre cuando su cerebro se apagó.

1935. Se retiró a sus dominios campestres. Lo acompañaron sus amigos, y también Madame Révelot, su fiel ama de llaves.

1937. Tras una operación cerebral, Ravel murió en París. Tenía 62 años.

Conoció el éxito, pero calló antes de lo que hubiera deseado.

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